Bibiana hizo lo que cada día. Llegó a la parada de guaguas temprano. Al amanecer. Hacía frío. El vehículo que cubre su ruta sale de Los Llanos de Aridane a las siete de la mañana. Ella lo espera un poco más arriba: en El Paso. Lo ve llegar, pero justo al aparcar advierte de que no podrá subir. Que toca esperar.

En la guagua tan solo hay espacio para ir una silla de ruedas y ese lugar está ocupado por otra persona con discapacidad física. "No pasa nada, mala suerte, puede ocurrir...", se convence. Allí se queda y durante el tiempo que se mantiene en aquella parada ve pasar a otros dos vehículos que cubren el servicio de transporte regular. Ninguno es adaptado. O, lo que es lo mismo, tampoco puede subirse. Es más, ahora sabe que hasta las diez de la mañana no pasará otro autobús con rampa para sillas de ruedas. Se pone nerviosa.

"¿Y el trabajo?", se pregunta. No es un viaje por placer, al que, por otro lado, también tendría derecho. Pero no es el caso. Cada día debe llegar a San Pedro por cuestiones laborales. "¿Qué te pasa por la cabeza?, en ese momento sientes frustración, enfado, impotencia, te sientes desplazada de la sociedad", afirma Bibiana de forma contundente.

Después de no encontrar un taxi adaptado, se da cuenta de que no tiene otra salida que llamar a sus jefes. Les cuenta lo que ocurre, que hoy no podrá llegar a tiempo. Reaccionan bien. Entienden lo que está pasando. "Me vinieron a buscar", apunta.

Reconoce que "esta situación, de estar tanto tiempo esperando, nunca me había pasado", aunque apunta que "sí es más habitual que las rampas de las guaguas se rompan o funcionen mal". En realidad, muchas de ellas son demasiado antiguas, construidas cuando el cumplimiento de la accesibilidad era casi nulo. Por eso, la mayoría de las que se ven por las carreteras no pueden ser utilizadas por toda la población. Están lejos, a años luz, de los vehículos previstos en el plan integral de transporte regular de viajeros, ahora frenado en el Cabildo, donde la accesibilidad diseñada era absoluta, e incluso en algunos de los recorridos se fijaban guaguas de piso bajo continuo como las que circulan, por ejemplo, en los ámbitos urbanos de ciudades grandes como Madrid o Barcelona.

Bibiana asume lo ocurrido con cierta resignación, consciente de que la vida para las personas con discapacidad física siempre se dibuja un poco más cuesta arriba. Y en las islas no capitalinas aún más. En el fondo sabe que ella no es una excepción, que acabar tirado durante horas en una parada de guaguas ocurre, por unas u otras circunstancias, demasiadas veces en las carreteras de la Isla.

Aún así, exige que "ya sea el Cabildo de La Palma", como responsable último del servicio, o la empresa que lo gestiona "se paren y piensen en que todas las guaguas deberían de estar adaptadas" o que, como mínimo, "que las que lo están pasen por las paradas una hora sí, una hora no", pero que no tengan a personas como ella hasta tres horas en una marquesina... y con la esperanza de que la única plaza para personas con discapacidad de la siguiente guagua no esté ocupada. Que esa es otra.