Santa Cruz de La Palma presume de su presencia, pero nunca la cuidó. Cuentan las crónicas de antaño, que no leyendas, que el último mencey del cantón de Tedote, llamado Ventacayce, tuvo en la cueva de Carías su residencia y su sede de gobierno. Luego, tras la conquista e incorporación de la Isla a la corona de Castilla (esa ya es otra historia), Alonso Fernández de Lugo ubicó en esta guarida la primera administración insular, al convertirla en sede del Concejo de La Palma, cuyas decisiones afectaban a todo el territorio, aunque no era ni de lejos democrático ni elegido por sufragio.

Los años pasan. De aquello hace demasiado tiempo. Siglos. Pero en 2017, y de eso hace apenas dos años, se anunció el destino de unos 170.000 euros para convertir la cueva en lo que debería ser: un atractivo turístico de primer orden. Es más, se dijo (se puede comprobar en la hemeroteca) que se iban a mejorar los accesos, que serían accesibles y que se utilizarían las nuevas tecnologías de la información "con la finalidad de ofrecer una experiencia inmersiva al visitante que le haga sentir partícipe de los momentos históricos que aquí han sucedido". "Se podrán vivir de forma estereoscópica, situaciones del pasado ocurridas en la cueva con visión en 360 grados", sentenciaron.

Dicho de otra manera, que el visitante casi iba a poder ver y tocar a los aborígenes o, a lo peor, vivir la llegada del propio capitán Fernández de Lugo.

La visita se hace obligada. El sendero hasta la cueva es corto. Unas decenas de metros. La caverna, que también fue hospital de elefantiasis (síndrome caracterizado por el aumento enorme de algunas partes del cuerpo), en realidad está situada a las puertas del casco histórico, encima de lo que ahora es el barrio de Pescadores. Es normal que fuera seleccionada primero por los aborígenes y luego por los conquistadores. No eran malos eligiendo. Al principio sorprende que no haya ningún cartel, ninguno, que señale lo que arriba se ubica. Sí se avisa, por ejemplo, de que el Pico de la Nieve está a más de 14 kilómetros y que si bajas llegas al barco de la Virgen. De la que fue la casa de Ventacayce, ni una palabra.

El camino es estrecho, con escalones y esas plantas invasoras que se extienden sin control (rabo de gato). Algo de basura, te desvías a la izquierda para pasar junto a la fachada de una vivienda... y entras en la cueva. Es alta, no muy profunda. Lo primero que sorprende es el escenario, aunque parezca mentira, que está montado en su interior y que ocupa gran parte de la superficie, con lo que parecen, eso parecen, excrementos de todo tipo (o muchos de un solo tipo) de aves que lo recubren. Recuerdas entonces que allí se celebra cada año el tradicional Auto de los Reyes Magos y para el Ídolo de Asís con motivo de las fiestas de San Francisco, y que quizás, solo tal vez, la organización pensará que para qué estarlo desmontando si allí, ¡total!, ?nunca? va nadie. Visto así, debe ser permanente.

Repartido a lo largo de la cueva hay cables eléctricos de diferentes tamaños y colores, algunos focos, conectores... "mejor no tocar que nunca se sabe", te dices. En la parte más al fondo, la que está pegada a la pared, cuatro tablones de madera sirven de asientos improvisados. La cueva dentro no tiene basura. Al contrario, está bastante decente. Limpia.

Ahora ya sabes que no es que no haya nuevas tecnologías de esas que permiten ver imágenes en 3D, es que ni tan siquiera te encuentras un simple panel que informe al visitante al menos de la historia que tiene el lugar. Una explicación simple en diferentes idiomas, al menos en español, inglés y alemán, ayudaría para dar el valor real a una parte importante de la historia. Con unos miles de euros, por ahora, sería suficiente.