UNA RECIENTE reunión del Honorable Cuerpo Consular de Santa Cruz de Tenerife con el alcalde José Manuel Bermúdez nos traería a la mente múltiples recuerdos de una ciudad tristemente desaparecida, avivados insistentemente por toda una larga serie de referencias en las que los compañeros Pedro García Sanjuán y Juan Carlos Lorenzo eran puntos obligados de referencias de hechos y situaciones, puestos sobre la mesa con los oportunos comentarios de nuestro vecino circunstancial en la referida reunión, Juan Cullen, y las aclaraciones y matizaciones del alcalde de Santa Cruz. Muchas intervenciones, muchos problemas, muchas soluciones, muchos proyectos...

Para quienes tenemos el honor de haber nacido en la calle del Castillo y haber vivido cuarenta años en el añorado barrio de El Toscal, en plena calle de La Rosa, esta larga reunión fue un auténtico festival para nuestra mente. Los años pasados dejándonos la vista dibujando los planos de los perfiles horizontales y verticales, de las más recónditas carreteras de la provincia, incluidas sus dos modernas autopistas, pegados a unos tableros de dibujo de la Junta Administrativa de Obras Públicas y de la Jefatura de Obras Públicas, se atropellaban en el recuerdo de aquel Santa Cruz que, con preguntas y respuestas, iban siendo una secuencia en esta interesante reunión.

Curiosamente, en estos organismos oficiales, nuestro despacho de trabajo en la tarde se situaba precisamente en la fachada principal del Cabildo de Tenerife, justo donde estaba el mástil de la bandera. Para más coincidencia, donde estaba el citado mástil, en la fachada que da al mar, estaba nuestro despacho de la mañana. Cosas para recordar, al igual que las periódicas visitas que nos hacía don Cándido García Sanjuán, en los tiempos que fuera presidente de aquel organismo, de quien años más tarde llegaríamos a cultivar su amistad ya sumergidos en el mundo del turismo, cosa que en aquellos años 50-60 del pasado siglo era algo impensable.

El Santa Cruz de aquellos tiempos lo hemos recordado infinidad de veces en esa Venezuela donde las tertulias terminan siempre llenas de añoranzas y recuerdos, y sobre las que hemos escrito muchas veces. No es una exageración contar que hicimos cierta vez en el Hogar Canario-Venezolano de Caracas una especie de recuento entre varios amigos que habíamos vivido en el citado barrio de El Toscal, y encontramos, sin género de dudas, que había en Venezuela al menos un personaje de cada calle del citado barrio.

Un Santa Cruz con los paseos dominicales mañaneros de la plaza del Príncipe, o en la tarde-noche por la plaza de La Candelaria, o la desaparecida plaza de España. Donde pescábamos en la avenida Marítima, o en la punta del muelle Norte; íbamos en guagua de un lado para otro desde su punto de salida en La Alameda, hasta sus terminales de Pino de Oro o barrio del Perú, o de La Salud. Eran tiempos de un Santa Cruz amable, sencillo, pobre pero honrado.

Han cambiado mucho las cosas. ¿Para mejor? Sin duda alguna el avance ha sido espectacular, de tal forma que los que regresan a la ciudad después de treinta años de ausencia buscan desesperadamente unas señas de identidad que casi han desaparecido. Ni el parque García Sanabria -con el minigolf de Justo- ni la Alameda, con el quiosco de Juanito Caro, son los mismos, ni siquiera se parecen... ¿Qué decir de la Bodega San José, el bar La Nación o El Jandilla? ¡Hasta la Bodega San Antonio desapareció!

Sigue ahí, desafiando al destino, la casa de comidas El Puntero. Toda una institución que habría que conservar como monumento histórico nacional.

Santa Cruz en el recuerdo es una imagen que se complementa con una isla que conocimos de punta a punta, en una época en que ni siquiera estaba completa la red de carreteras que enlazaban el norte con el sur y que, por tanto, darle la vuelta en automóvil era una auténtica aventura.

Estas y otras reflexiones nos venían a la memoria en esta reunión que comentábamos cuando oíamos hablar de los problemas que presenta la ciudad en este siglo XXI, que ya me dirán ustedes qué comparación podemos hacer con los que se podían contemplar allá en esos años 40, 50, 60 del siglo pasado.

Ahora, ante la pérdida inmisericorde de aquellas señas de identidad que iban desde la muralla del viejo barrio del Toscal hasta la mismísima Caseta de Madera, de Paco Poleo, allá perdida en los confines de Los Llanos, por donde anduvo al Campo Chovito, pasando por la vía polvorienta que animaba el olor de los sargos asados de los hermanos Jorge, ahora, con todo esto desaparecido, nos queda solo el recurso de la añoranza y la nostalgia de las vivencias de esos escenarios imposibles de olvidar.