Mencía, con 7 años, solo sonríe, ya que no habla, ni apenas se mueve a causa de una enfermedad ultrarrara, una hepatoencefalopatía generada por el fallo en la producción de energía de las células que la convierte en la única niña viva en el mundo con esta patología genética.

"Si tú sonríes, yo te curo". Esa es la promesa que Isabel Lavín le hizo a su hija Mencía cuando, con cuatro meses, los médicos le pronosticaron poco tiempo de vida por una enfermedad entonces sin diagnóstico que impedía a la pequeña comunicarse y que rechazaba la comida con ataques de irritabilidad extrema.

Y fue entonces cuando empezó la verdadera lucha de Isabel Lavín y Valero Soler, una pareja que al estrenarse en la paternidad descubrió cómo el azar genético estaba dibujando un destino bien distinto al que habían imaginado. Un gen (GFM1) con dos mutaciones diferentes (una de ellas no descrita anteriormente por la ciencia), aportadas por ambos padres, es el causante de la hepatoencefalopatía de Mencía, una enfermedad causada por un fallo en las mitocondrias, la parte de la célula encargada de abastecer de energía al resto.

Por eso, la energía no llega adecuadamente a los órganos que más consumo energético requieren, como el cerebro, el músculo cardíaco y esquelético, el hígado, el riñón o los órganos sensoriales.

La función mitocondrial de Mencía no está alterada totalmente, por eso sobrevive, al contrario que los escasos niños afectados por esta enfermedad que, en ningún caso registrado, han sobrepasado los 5 años de vida. Lo normal es que ni siquiera el embrión llegue a desarrollarse. "Mencía tiene el cerebro afectado, pero preserva cierta capacidad que le permite avanzar gracias a los tratamientos de vitaminas y a la estimulación, que potencian esa función mitocondrial", explica la neuropediatra Angels García-Cazorla, jefa de la Unidad de Enfermedades Metabólicas del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona. Pero pasaron años antes de saber qué tenía Mencía. "Lo recuerdo con absoluto dolor y terror, sola, sin familia, no me hacían ni caso, me decían que era primeriza y que estaba nerviosa, pero yo sabía que no era un bebé normal", rememora Isabel, que acaba de ser madre por segunda vez de una niña sana gracias al asesoramiento genético.

Ingresaron a Mencía en el hospital Sant Joan de Déu, pero los médicos aseguraron que no sobreviviría más allá de unos meses. "No soy fuerte, pero tampoco nunca he pensado en la opción B", asegura la madre. La encontró en el Hospital Johns Hopkins de Baltimore, en Estados Unidos, donde tras un tratamiento de corticoides (que además de ser antiinflamatorio hace que el cerebro no necesite consumir tanta energía), la niña dejó de llorar, empezó a dirigir la mirada y, por fin, a sonreír. Tenía casi 9 meses.

El diagnóstico lo proporcionó el Hospital Sant Joan de Déu cuando la niña tenía más de cuatro años. Hepatoencefalopatía por disfunción del factor de elongación mitocondrial G1. Y sin tratamiento específico. "Nos dijeron que era la única niña con esta enfermedad viva en el mundo. Nos dijeron que disfrutáramos de ella porque por cualquier cosa podría sobrevenir un fallo multiorgánico", señala su madre. Además de escribir y recibir respuesta del Papa Francisco, Isabel se lanzó a contactar con científicos destacados, como el cardiólogo Valentín Fuster, quien les puso en contacto con expertos de la Universidad de Columbia o el neurólogo valenciano Alvaro Pascual-Leone, que les abrió las puertas de la Universidad de Harvard. También cuatro centros europeos están estudiando las células de la niña. Un impulso que ha llevado a la pareja a constituir la Fundación Mencía (www.fundacionmencia.org) para financiar proyectos de investigación de enfermedades genéticas con el foco puesto en la terapia génica y terapia celular para beneficio no solo de casos infrecuentes. Y uno de esos proyectos acaba de iniciarse gracias a un convenio de colaboración de esta fundación con el Centro de Investigación Biomédica en Red Enfermedades Raras (CIBERER) y la Caixa.