La prostitución permite que mujeres con infancias difíciles -muchas sufrieron abusos de niñas- y sin recursos económicos obtengan dinero con facilidad. Nadie quiere dedicar toda su vida a este oficio, pero cuando se plantean rehacer el camino andado se dan cuenta de lo complicado que es. Las mujeres que ejercen la prostitución y que quieren dejarlo -la inmensa mayoría- no cuentan con prestaciones y oportunidades laborales que les permitan vivir de otra cosa que no sea su cuerpo.

Las Hermanas Oblatas montaron un servicio para estas mujeres en Santa Cruz de Tenerife en 1988. Tuvo varias sedes, pero desde 1992 se encuentra en la calle Carmen Monteverde, paralela a Miraflores, donde se localiza la zona donde más se ejerce la prostitución dentro del área metropolitana. Desde el principio, las mujeres empezaron a referirse a él como "La Casita" y ese es el nombre con el que hoy se conoce al inmueble. Muchas acuden a diario buscando preservativos, ayuda psicológica, asesoramiento jurídico o formación. El centro neurálgico es la cocina: es donde hacen café y hablan; se sienten casi como en casa.

Las Oblatas desarrollan cuatro proyectos -de orientación, formación, atención en calle y sensibilización y voluntariado- que comparten la misma filosofía: acompañar a las mujeres en cualquier circunstancia, sin exigirles un patrón de comportamiento a cambio.

"Si la mujer quiere abandonar el ejercicio de la prostitución, nosotras buscamos alternativas, pero si por sus circunstancias de vida lo mantiene, la acompañamos igualmente. Parte del ideario de Oblatas consiste en acoger a las mujeres incondicionalmente, sin exigirles que vayan por el camino que nosotras consideramos correcto", explica Esmeralda Castro, trabajadora social del centro.

Existen ayudas municipales y autonómicas para mujeres en exclusión, pero son tan limitadas que no sirven para salir de la prostitución. Algunas lo logran, pero muchas de ellas se ven obligadas a volver a las calles. Por ejemplo, una mujer de 59 años que acude a La Casita decidió hace poco dejarlo. Su cuerpo le dijo "basta". Ha solicitado la Prestación Canaria de Inserción (PCI) y se la han concedido, pero ¿qué ocurrirá cuando pasen los dos años de vigencia de la ayuda? Ella ya imagina la respuesta.

La Casita atendió el año pasado a 359 mujeres -248 en la calle-, de las que 26 eran transexuales, una condición que favorece la "doble exclusión".

Elena González, educadora del centro, explica que no hay un perfil definido de la mujer que ofrece sexo a cambio de dinero. Se practica a todas las edades, desde los 18 años. La Casita atiende a más mujeres de entre 35 y 45 años, pero recibe incluso a mayores de 60. En los últimos años han detectado cómo cada vez más mujeres que habían logrado cambiar de vida vuelven a las calles. En 2017, más de un centenar de las atendidas eran españolas, pero también ayudaron a muchas de Colombia, Venezuela, Rumanía, República Dominicana, Brasil o Nigeria.

Con la excusa de repartir métodos anticonceptivos, trabajadoras y voluntarias acuden una vez a la semana a las calles donde se encuentran las mujeres. El objetivo real de este proyecto -"Alóngate a la calle"- es crear vínculos para que cuando tengan problemas, acudan al servicio. Y funciona. "También les llevamos café o chocolate; lo importante es que sepan dónde encontrarnos cuando tengan una dificultad o intenten dejarlo", cuenta Esmeralda.

Una vez que las mujeres acuden por iniciativa propia a La Casita, son ellas las que deciden qué necesitan. En el servicio de orientación las ayudan a marcarse objetivos -dejar de consumir drogas, retomar la relación con familiares...- y a cumplirlos.

Es más complicado llegar hasta las mujeres que ejercen la prostitución en clubes o pisos. Tienen que ganarse la confianza de alguna de las encargadas. Muchas veces, los contactos en la calle son rápidos y así es difícil diferenciar entre una mujer que se prostituye y otra que, además, es víctima de trata. Estas últimas tienen que pagar una deuda de unos 50.000 euros a las mafias que las han traído -más los gastos que van sumando a esa deuda, como el piso donde ejercen-. En el caso de las mujeres nigerianas, el problema para dejar la prostitución es mayor aún: han sido sometidas a prácticas de "yuyu vudú" en su país y sienten un miedo irracional. "Es muy difícil derribar esos pensamientos; recuerdo lo que me costó que una mujer entendiera que el VIH no era consecuencia de ese ritual; ella no le encontraba otra explicación", recuerda Esmeralda.

En La Casita creen que es fundamental derribar la "normalización de la prostitución" como forma de ocio que persiste en la actualidad, con independencia de la clase social, y ese mito de la prostitución de lujo en la que la mujer no sufre. "En la prostitución se maneja mucho dinero, pero de la misma manera se deja mucho dinero y hay muchos intermediarios. Los alquileres de las habitaciones rondan los 350 euros a la semana, mantienen cargas familiares, envían dinero a sus países de origen? ¿Dinero para lujos? Para nada. Las situaciones de la mayoría son precarias".

Tienen una iniciativa para sensibilización de jóvenes, pero encuentran obstáculos para llevarla a cabo. "Vemos que chicos de 17 años conocen dónde están las prostitutas y cuánto cuestan sus servicios. Sin embargo, en muchos institutos nos pasa como con los pisos: cuando llamamos para ofrecer el proyecto de sensibilización, recibimos un no por respuesta. Nos dicen que ya abordan el tema desde otras perspectivas, pero cuando vamos a los centros de lo que hablamos es de la realidad de las mujeres y de cómo queremos vivir nuestra sexualidad. Si en las relaciones todos queremos obtener placer, ¿por qué pagamos si la otra persona no está disfrutando?", cuestiona Elena.

Trabajar en los centros educativos es una forma de abordar un tema que se trata poco cuando se habla de prostitución: quién la demanda. "Siempre se señala a la mujer, pero ¿quién es el responsable de que exista una oferta?".

No siempre es fácil la labor del personal de La Casita. "Hay veces que te rompes la cabeza buscando salida a una situación y no la encuentras porque te faltan recursos. Pero luego, cuando te dicen que somos las únicas que las tratamos como personas, sabes que solo por eso merece la pena", dice Elena.

La dureza no se debe a que sea un trabajo ingrato, sino a las limitaciones que encuentran las propias trabajadoras. Esmeralda resume la impotencia que sienten: "Me retuerce pensar por qué determinadas personas, por estar en un contexto diferente, tienen una serie de oportunidades, y estas mujeres, que son supervalientes, no han tenido esas opciones". Elena va más allá y se pone como ejemplo: "Lo que me diferencia a mí de ellas son las oportunidades. Si no, yo podría estar en el callejón".