En una zona deprimida a las afueras de Castries, capital de la pequeña isla antillana de Santa Lucía, el menú que les espera un día cualquiera a los alumnos del colegio Marchand incluye arroz, guisantes y verduras varias. Ninguna decisión de ese tipo es fruto del azar, sobre todo si se busca una dieta equilibrada en un país de fuertes desajustes: un 17% de la población pasa hambre mientras la obesidad ya afecta al 25% de los adultos, en línea con la media de la región.

La directora del centro, Cornelia Lubin, destaca a Efe que, tras construir un huerto en la parte trasera, han introducido “más verduras y hortalizas en vez de tantos cereales” como el trigo o el arroz.

Lo que cultivan los propios estudiantes luego se lo comen entre todos, si bien la cantidad no cubre la demanda y los responsables deben echar mano del mercado local. Al menos no recurren a las importaciones, tan típicas de esa parte del Caribe, en un intento de promover la actividad de los productores de la Isla, aunque a algunos les cueste cumplir con los requisitos.

Así es como se han integrado en un programa de alimentación escolar impulsado hace unos años por la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO) a partir del modelo brasileño que ha servido para alimentar a 43 millones de estudiantes en ese país.

Santa Lucía tiene, no obstante, una realidad diversa, empezando por su tamaño. La coordinadora gubernamental Meriam Henville explica que destinan casi un millón de dólares anuales a la compra de alimentos básicos para los colegios.

Como contribución, las familias aportan un dólar al día para que sus hijos se beneficien de la comida. “Algunos padres ni siquiera pueden permitírselo por su situación económica”, pero incluso así sus niños están cubiertos, lo que se traduce en menor absentismo y un mayor “bienestar mental y físico”, asegura Henville.

Lubin añade que son muchos los menores que también acuden al desayuno o que se llevan de allí algo de cena, intentando que sus compañeros no se enteren de que pasan hambre “por vergüenza”.

Además, existe preocupación por los mayores de 12 años que, una vez están en Secundaria, dejan de beneficiarse del programa.

La especialista de la FAO Sunita Daniel remarca que se debe prestar atención a otros aspectos en los que han colaborado como la construcción de cocinas y comedores, la dotación de frigoríficos y huertos, o el diseño de menús escolares más saludables. Pone de ejemplo la contribución de los sectores público y privado en la Isla, donde una compañía eléctrica financió distintas instalaciones, mientras los ministerios se van coordinando.

“En las zonas rurales las comunidades participan más, algo que es difícil de ver en las ciudades”, asegura Daniel, que desvela que han detectado más hambre en los centros urbanos y más obesidad infantil en el campo, dos caras de la malnutrición relacionadas a menudo con la pobreza.

Para la experta de la Organización Panamericana de la Salud Audrey Morris, los programas de alimentación escolar, implementados en numerosos países de la región, han evolucionado en las últimas décadas.

Ya no solo importa prevenir la inseguridad alimentaria, sino también reducir obesidad entre los estudiantes “para que vivan vidas más saludables”.

Según un estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el número global de niños y adolescentes obesos superará en 2022 al de menores desnutridos.

Algunos de los debates actuales giran en torno a la prohibición o no de vender productos ultraprocesados en las escuelas o cómo influir en los hábitos de los padres respecto a la alimentación de sus hijos.

En la puerta de una escuela del sur de Santa Lucía, Mirtha Edward, madre de uno de los alumnos, solo tiene palabras de agradecimiento para el centro: “Me ayuda mucho porque me quita de pensar lo que tengo que darle de comer en casa”.