El 14 de enero, la OMS declaró oficialmente el fin de la epidemia de ébola. La buena noticia, apenas repetida por los medios de comunicación, es que África había logrado controlar una enfermedad que infectó a casi 30.000 personas y mató a más de 11.000, provocando, además, una desmedida histeria colectiva en el mundo occidental, a pesar del escaso impacto de la enfermedad en los países desarrollados. En España fallecieron dos religiosos, Miguel Pajares, repatriado desde Liberia, y Manuel García Viejo, traído desde Sierra Leona. Frente al terror colectivo desatado en los países más ricos por el ébola, una terrible patología vinculada a la pobreza extrema y la fragilidad sanitaria de África, ni los medios ni los ciudadanos parecen haber prestado demasiada atención a la virulencia extraordinaria de nuestra gripe estacional, que -solo en Canarias- ha acabado esta temporada con la vida de doce personas, siete más que el año anterior, además de provocar casi dos centenares de ingresos hospitalarios y una cantidad muy alta de bajas laborales. No hay aún datos oficiales sobre el impacto de la gripe en España, pero desde finales del año pasado la OMS había alertado de que la cepa A/H1N1 del virus, responsable de la pandemia global de 2009, que provocó entre 100.000 y 400.000 muertes, seguía circulando en Europa, formando parte de la gripe estacional en el continente europeo. La OMS anunció que eso traería -como ha ocurrido- un repunte de muertes y casos graves en el viejo continente. Pero ninguna de esas advertencias desató el pánico. Pocos medios se hicieron eco del asunto.

Si un marciano intentara entender el comportamiento de la sociedad occidental contemporánea ante la muerte, sin duda lo tendría muy difícil. Es difícil entender que los once mil muertos del ébola aterren más que los -como mínimo- cien mil muertos de la gripe del 2009. O que los menos de diez mil muertos en todo el planeta por acciones terroristas desde el 11-S estén cambiando nuestras sociedades más que los dos millones largos de cadáveres amontonados por las guerras desatadas desde occidente para combatir el terrorismo. O que la muerte del pequeño Aylan Kurdi, fotografiado como dormido en una playa del Egeo el pasado mes de septiembre, pese en nuestra conciencia más que las de los casi 700 niños, bebés y menores de muy poca edad que -según datos de Naciones Unidas- han perecido ahogados en el Mediterráneo oriental, desde el inicio de la crisis de los refugiados.

La televisión y las redes sociales -dos tecnologías de la comunicación basadas en la imagen y la repetición de axiomas muy simples- deciden hoy lo que nos asusta, lo que nos preocupa y lo que nos entristece. Y lo hacen sin jerarquizar ninguna otra cosa que no sean los clics o el impacto sobre la audiencia, logrados a base de trazos gruesos, sal gorda, imágenes brutales o hipersensibles, que van y vienen desde las redes y los telediarios a la narrativa catódica de las series en una permanente confusión entre lo real y lo inventado, construyéndonos a la medida una realidad impactante, hecha de sobresaltos y sentimentalismo, diseñada ex profeso para pasivos consumidores de ficción. Cada día somos todos más miedosos y superficiales, peor informados, más incapaces de juzgar, más idiotas... La mala noticia es que no parece que eso vaya a cambiar. Por lo menos, esta última gripe asesina y a la que nadie ha hecho caso ya se ha acabado.