Siempre he creído que la equidistancia es un fraude. A veces no vale ampararse en una supuesta neutralidad ante los hechos. Estoy hablando de Cataluña, pero podría hablar de terrorismo, de "microalgas", de gestación asistida, de la televisión pública o de lo que haga falta: en los últimos años se ha instalado entre nosotros un formato perverso de lo políticamente correcto que consiste en no mojarse. El de Cataluña es un asunto difícil: tan difícil y complejo que Cataluña y España llevan mirándose desde hace cinco siglos a los ojos, sin acabar de encajar del todo. Frente a los intentos de caminar juntos, que ocupan la mayor parte de la historia común, Cataluña ha optado por la ruptura en al menos cuatro ocasiones. En todas ellas menos una, pagó duramente por ello, perdiendo su territorio, que se quedó Francia, o los privilegios de sus familias más poderosas, o enfrentándose al estado de guerra, muertos, pérdida del autogobierno, suspensión de la autonomía y cárcel para sus dirigentes. Sólo cuando Cataluña eligió negociar, en 1931 y en 1977, logró avances. Aún así, puedo entender la voluntad catalana de más autogobierno, e incluso puedo entender a los catalanes que reclaman la secesión. Más me cuesta comprender la deriva de unos dirigentes perdidos en la irrealidad, que están llevando la convivencia entre catalanes al desastre y a Cataluña al pudridero de otro fracaso histórico. Me descoloca también el comportamiento de la izquierda leninista, que se despeña en el apoyo a la secesión y al desmantelamiento del Estado. Me indigna el comportamiento de Pablo Iglesias, de la mano de Otegi en la denuncia de la represión (de la libertad), la ocupación (del territorio), la suspensión (de los derechos) y no sé cuántas palabras agudas más. Pero no me sorprende: Iglesias quiere destruir lo que él llama "el régimen del 78", para construir sobre las ruinas de la maltrecha democracia española un nuevo paraíso chavista. Un paraíso sin presos, porque los presos políticos que ahora reconoce con facilidad quien no los vio nunca en Venezuela son los detenidos por la Guardia Civil por incumplir la ley. Iglesias está a lo suyo, que es reventar la convivencia en este país y llevarnos al caos. Al caos: esa escalera que en su admirado "Juego de Tronos" conduce al poder. Pero Iglesias es un tío coherente, un comunista-macho-alfa que tiene claro que aquí de lo que se trata es de romper la baraja. Allá él y quienes le votan.

A mí lo que me repatea no son los independentistas ni el macho alfa: es ese cobarde discurso de la equidistancia que se ha instalado en la otra izquierda, la española, esa que coquetea con la secesión para desgastar al Gobierno o no perder comba o alguna canonjía municipal.

No es la primera vez que este país nuestro se va a hacer gárgaras porque en el PSOE estaban ocupados con sus repartos y sus ajustes de cuentas. Pero lo de la equidistancia es algo novedoso: yo no la veo por ningún lado, lo que veo es un desafío a la legalidad y al orden constitucional, que debe ser ganado, un golpe de Estado que la nación no puede permitir. Hay que parar la sublevación, y hacerlo con todos los mecanismos que proporciona la ley. Hay que hacerlo con prudencia, la que sea posible, pero hay que parar esto, porque la nación se lo debe a una democracia imperfecta que dura cuarenta años y es ya hoy el mayor período de paz sin dictadura de la historia moderna de España. No es tiempo para cobardías o equidistancias. Es tiempo de parar la rebelión. Luego podremos sentarnos a arreglar el estropicio. Costará más hacerlo de lo que habría costado hace unos meses o unos años, y también habrá que pedir responsabilidades por eso. Cuando toque. Hoy toca pararlo.