En contra de la posición manifestada por las cancillerías de medio mundo, por la Unión Europea, por Rusia, por los aliados regionales de EEUU en la OTAN, por el Papa y por la minoría demócrata, Donald Trump reconoció ayer a Jerusalén como capital de Israel, rompiendo con el "statu quo" surgido del acuerdo de partición de Palestina aprobado por Naciones Unidas en noviembre de 1947, que declaraba la ciudad -considerada por israelitas y palestinos su capital- bajo protección internacional. Pero tres mil años de capitalidad espiritual del judaísmo pesan mucho: tras el abandono de Palestina por los británicos, y como una de las consecuencias directas de la victoria israelí en la primera guerra contra los árabes por el control del territorio, Israel ocupó la parte occidental de la ciudad, y menos de veinte años después, en junio de 1967, también la oriental, durante la guerra de los Seis Días. Desde entonces, el contencioso sobre la ciudad santa de las tres religiones del libro -las que profesan judíos, cristianos y musulmanes- se ha mantenido en una situación de "impasse": Palestina considera Jerusalén su capital, pero Israel gobierna la ciudad como un todo unificado, y la declaró capital "eterna e indivisible" en 1980, pero la resolución 478 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas considera la anexión de Jerusalén y la declaración de capitalidad de Israel contraria al derecho internacional y los países de la ONU no han reconocido Jerusalén como capital del estado judío. Hasta ayer.

Ayer, en una de esas atrabiliarias ocurrencias con las que Donald Trump suele sorprender al planeta, EEUU no sólo decide reconocer a Jerusalén como capital de Israel, sino que anuncia el traslado de su embajada desde Tel-Aviv a la Ciudad Santa. No se trata de una decisión que pueda materializarse con facilidad, y quizá ni siquiera llegue a cumplirse durante este mandato presidencial. Pero la carga simbólica de la medida es brutal: Trump no sólo rompe con más de medio siglo de compromisos diplomáticos por una solución negociada del conflicto árabe israelí, no sólo bloquea "sine die" el reinicio de las conversaciones de paz, sino que enciende conscientemente la mecha de lo que puede ser una escalada de conflictos sobre el terreno entre israelitas y palestinos, y de agresiones contra intereses estadounidenses en todo el mundo, además del inicio de una más que probable tercera intifada, anunciada ya por Hamás.

Pero lo más terrorífico de la decisión de Trump no son sus consecuencias sobre el terreno, o el retroceso para la paz y la seguridad en el mundo. Lo más inquietante de este anuncio es que no existen ni motivos ni razones ni excusas para adoptar ahora esta decisión. Se trata de una nueva "boutade" de un personaje que sueña con retrotraer la política de EEUU a los tiempos de Teodoro Roosevelt y su diplomacia del gran garrote, pero que carece de toda inteligencia política. Adoptando una decisión contraria a la legalidad internacional, caprichosa y aventurera, Trump nos demuestra que su populismo supone el entierro de la cordura y el desprecio de todas las normas. El regreso a la escena internacional de una forma de actuar en política que no valora la estabilidad y el entendimiento entre los pueblos, y que provocará extraordinarios daños y sufrimientos innecesarios a decenas de miles de personas, y quizá el inicio de una devastadora cadena de conflictos en la región más inestable del planeta.