En Canarias no se han difundido sondeos solventes desde hace algún tiempo. Uno reciente, atribuido al PSOE federal, fue desmentido categóricamente por el PSOE canario primero, y luego por la propia dirección federal socialista, sin que el medio que se lo inventó o picó el anzuelo se retractara. Pero que no se hayan difundido sondeos específicos sobre Canarias no significa que no los haya. Los hay, y sus pronósticos sólo son buenos para Ciudadanos y el partido de Curbelo. El resto de los partidos bajan en mayor o menor medida, y el conjunto refleja un patio político en el que las mayorías prácticamente desaparecen. Es obvio que ya no existen en el Gobierno de Canarias, en los cabildos, con la excepción -sostenida desde hace casi tres décadas- de Curbelo en La Gomera, ni en las ciudades más importantes. Aún se producen mayorías en ayuntamientos menores, pero solo representan un cuarenta por ciento del total, y a menos del veinte por ciento de la población de las Islas. Tras las próximas elecciones, tendremos siete partidos en el Parlamento -los cuatro nacionales más tres de obediencia local, Coalición, Nueva Canarias y el grupo de Curbelo-, hasta seis en los dos cabildos capitalinos, y entre tres y cinco en los cabildos de isla menor. Y una multitud enorme de partidos de distinto tipo y pelaje en los ayuntamientos, con presencia de fuerzas exclusivamente locales en muchos de ellos.

Todo hace pensar que lo razonable sería avanzar en dirección a una nueva cultura de pactos, pero nuestra clase política está bastante desentrenada en ese sentido. Desde la eclosión de los partidos emergentes, la política nacional se ha convertido en un galimatías de líneas rojas infranqueables que impiden a los grupos transitar hacia pactos y acuerdos. En España -y en Canarias-, esa situación mantiene gobiernos en clarísima en minoría, y ha provocado legislaturas definidas por la inestabilidad y el conflicto, en la que cada asunto ha de negociarse con todos en medio de una general confusión.

Hasta ahora, la desaparición del bipartidismo no ha producido su correlato más obvio, que sería el desarrollo de una cultura de pactos que permita que los partidos busquen el mínimo común denominador que haga viable la integridad de sus programas. Por desgracia, los partidos políticos están más instalados en el relato que en el programa: los relatos políticos -incluso en un sistema como la democracia, básicamente competitivo- suelen tener un componente simbólico que se retroalimenta en el rechazo del relato ajeno. Los programas son más permeables a la búsqueda de acuerdos, pero hoy son pocos los dirigentes que trabajan el programa, y muchos los que atienden al relato. Para gobernar con estabilidad se precisan articular mayorías en los gobiernos y corporaciones locales, y se precisa por tanto renunciar a esos mensajes grandilocuentes basados en desacreditar al que está enfrente -por corrupto, incompetente o ideológicamente indeseable- y en buscar lo que separa y enfrenta. Un formato incompatible con articular gobiernos locales, insulares y regionales capaces de sortear la fragmentación del voto que va a definir nuestro paisaje político, probablemente durante un par de décadas.

Se impone una cultura de pactos y acuerdos, que recupere el denostado espíritu consensual de la Transición y permita a esta sociedad y a sus instituciones avanzar. Pero para que esa cultura se materialice e impregne de tolerancia y sentido común el devenir político, quizá se precise una nueva catarsis.