El Gobierno de Canarias presentó a información pública el borrador de decreto que regulará el alquiler vacacional, que incorpora algunas decisiones importantes, como la de mantener la prohibición de estos alojamientos en zonas turísticas o nuevos edificios, aunque con la novedad de que cabildos y ayuntamientos podrán aprobar excepciones a esa norma general. El decreto, que afectará a las 6.600 viviendas dedicadas a alquiler vacacional, modifica las obligaciones de los propietarios de más de tres viviendas, obligando a cumplir requisitos -como la contratación de personal- que acercan esta práctica -muy ventajosa para los que la realizan- a la explotación turística tradicional.

Hoy se considera que el alquiler vacacional -que mueve menos del diez por ciento del turismo en las islas, según los cálculos más optimistas- es el principal responsable del encarecimiento de los precios del alquiler convencional. No es cierto que así sea con carácter general, pero sí lo es que -en ciertas zonas de la ciudad de Las Palmas y de Lanzarote, por ejemplo- su implantación y desarrollo -unidas a la mayor actividad económica, la recuperación del sector inmobiliario y otros aspectos- han contribuido a un crecimiento escandaloso de los alquileres. Aun así, este es un asunto que hay que tratar con extraordinario cuidado, intentando fórmulas que ni perjudiquen los derechos adquiridos de los propietarios ni permitan que la actividad se desarrolle sin regulación.

Porque el alquiler vacacional ha venido para quedarse, pero debe hacerlo dentro de la lógica social y económica de una actividad que hibrida lo meramente arrendatario con lo turístico. Ocurre que la demanda de alquiler vacacional es creciente, su impacto económico es -en general- muy positivo para las zonas donde se practica y además contribuye a la desconcentración de la propiedad turística, algo muy conveniente en unas islas donde el turismo está en manos de un reducido grupo de empresas. De hecho, el mayor valor que aporta a la economía y a la sociedad el alquiler vacacional es ser una actividad que diversifica la propiedad y abre la actividad a cualquiera que tenga un piso o un apartamento que cumpla con la normativa exigible y resulte apetecible para un viajero. Eso es muy bueno, contribuye a que la riqueza se reparta mejor. Lo que no puede ser es que el turismo vacacional se esté convirtiendo en una puerta falsa para que grandes propietarios, fondos de inversión o grupos hoteleros lo vampiricen buscando una menor regulación, menos carga laboral y más posibilidades de evadir impuestos.

La clave, a mi juicio, sería establecer límites a la cantidad de viviendas que una misma persona física o jurídica puede destinar a este uso, algo que es muy difícil de prohibir, porque colisiona frontalmente con el derecho de propiedad. Por eso, la fórmula es facilitar la actividad a los propietarios de una o dos viviendas, explotadas directamente por ellos, y "complicarla" a quienes monten con disimulo una actividad turística masiva, queriendo huir de las regulaciones establecidas para hoteles y apartamentos.

El Gobierno no debe regular esta actividad para que los hoteleros o los propietarios queden satisfechos. Debe regularla para que el turismo vacacional no encubra usos abusivos. Esa es la cuestión. Y si se hace eso, el resto de los problemas -presión sobre ciertos barrios o comunidades de vecinos, compras masivas de propiedades destinadas a alquiler tradicional, escasa inversión y atención de las instalaciones- se irán resolviendo de forma natural.