El Tribunal Supremo ordenó a mediados de la pasada semana la apertura de juicio oral a los dieciocho dirigentes independentistas imputados por su participación en el ''procés'' catalán. También la fiscalía ha hecho lo que se esperaba, al solicitar 25 años por delito de rebelión. Podría decirse que jueces y fiscales han hecho -a pesar de sufrir extraordinarias presiones políticas y mediáticas, especialmente en Cataluña- lo que tenían que hacer: calificar los delitos cometidos por un grupo de políticos que decidieron vulnerar el orden constitucional, intentar la secesión de la ''república catalana'' y hurtar a una parte de los propios catalanes, y a sus representantes políticos no independentistas, sus derechos cívicos y parlamentarios.

El Gobierno de Sánchez, sin embargo, ha optado por no actuar en absoluto en sintonía con la actuación de los jueces: son ya un buen puñado las declaraciones y ruidosos silencios de miembros del PSOE y del Gobierno -la última la del propio Sánchez negándose a contestar a Rivera la pregunta de si indultará a los golpistas- que cuestionan la calificación penal del Supremo, coquetean con la idea del indulto (cuando aún no hay procesados), y tienden puentes con quienes siguen bordeando la legalidad con operaciones cada día más teatrales, como la reciente creación del Consejo catalán por la República, bajo jurisdicción belga.

La visita de Pablo Iglesias a la prisión de Lledoners, ejerciendo impúdicamente de mediador entre Sánchez y Esquerra, su calificación de Puigdemont como exiliado o de Junqueras como preso político, o la decisión de la señora Colau de apoyar la reprobación municipal del Jefe del Estado, demuestran que el Gobierno de España se mueve dentro de un margen tan estrecho, que al final ha acabado por aceptar ser comparsa de una operación política en la que participan -quizá con la excepción del PNV- todos los partidos que apoyaron la moción de censura contra Rajoy. Vivimos un tiempo en el que la política tiene poco que ver con las ideas. Sánchez quiere mantenerse en el poder no se sabe muy bien para qué, porque su programa ha sido jibarizado por Iglesias y sus mareas, y la tradición igualitaria del PSOE, superada por las reiteradas concesiones a la región más rica y -¡qué paradoja!- más endeudada del país. Las ''rebajas'' de la Abogacía del Estado son el último episodio de una entrega, de una abochornante rendición.

Estamos ante una verdadera situación de emergencia nacional, una vergüenza de la que no existen precedentes en la historia de la democracia española: el actual Gobierno, que nació con el compromiso de convocar elecciones, se sostiene secuestrado y sin capacidad alguna de maniobra, gracias al apoyo explícito de grupos que quieren dinamitar el Estado y demoler sus instituciones. El presidente, Pedro Sánchez, sólo parece estar interesado en mantenerse en el poder. Lo único que parece motivarle es seguir, aunque el coste de seguir sea ceder al chantaje explícito de los Tardá y Cía., que hoy le apoyan. Los mismos que han logrado que Sánchez fuerce desde la Abogacía del Estado un mejor trato para los sediciosos. Un trato que hará que Sánchez sea recordado como un vividor oportunista que dilapidó en su exclusivo beneficio el legado político de 140 años de socialismo español.