Cuarenta años después, celebrar la Constitución debiera ser casi un trámite: ya lleva un año más de lo que aguantó el franquismo, y va camino de alcanzar a la Constitución más duradera de nuestra historia, la de 1876, promulgada por Cánovas y derogada 47 años después tras el golpe de Estado del dictador Primo de Rivera. La Constitución de la Restauración fue fruto del extraordinario esfuerzo realizado por las dos grandes fuerzas políticas del momento -conservadores y liberales- por superar los conflictos que en las dos décadas precedentes habían desangrado al país en tres guerras civiles, provocado revoluciones y pronunciamientos golpistas, expulsado a dos monarcas, alentado los primeros brotes separatistas y proclamado una república que duró menos de un año y llegó a tener cuatro presidentes. La Constitución de la Restauración y el régimen surgido de ella, con el turnismo entre liberales y conservadores, permitió que la primera etapa democrática de la historia española lograra mantener la estabilidad y progreso del país durante casi medio siglo. ¿Fue un tiempo perfecto? Desde luego que no. Pero para los españoles fue mucho mejor que el tiempo que le precedió, y también que el que siguió. Solo trece años después de caer el régimen sostenido en la Constitución canovista, se produjo la Guerra Civil y su secuela, el franquismo.

La mayor parte de las constituciones españolas fueron constituciones de parte. No nacieron para todos, porque no lo hicieron desde el reconocimiento de que la sociedad española es una sociedad compleja, sino como fruto del predominio político de fuerzas conservadoras o progresistas. La de Cánovas fue consecuencia de un acuerdo entre los grandes partidos del país, como lo fue la de 1978, respaldada además por nueve de cada diez españoles en referéndum. Para lograr consenso en torno a ella, algunos asuntos -el título octavo, sobre las autonomías, por ejemplo- quedaron abiertos. Y hoy, cuatro décadas después, el edificio constitucional sufre lo que podríamos denominar "desgaste de materiales". La Constitución requiere de retoques y modificaciones, algunos más urgentes que otros, pero su espíritu no debería modificarse. Es una Constitución moderna y progresista, con la que todavía hoy se identifican la mayoría de los ciudadanos españoles. Por eso, las campañas radicales para deslegitimarla y abrir un proceso constituyente son una trampa que persigue volver al conflicto y al río revuelto de la historia, donde navegan aventureros dispuestos a sacrificar a la gente común. Por desgracia, el radicalismo español vuelve a campar a sus anchas, alimentado por la pulsión oportunista de los medios de comunicación, el sectarismo de los viejos y nuevos partidos, la mediocridad de una clase política que solo piensa en sus intereses y canonjías, y la ignorancia culpable de millones de ciudadanos que no vivieron la dictadura, creen que una involución es imposible, y se sienten legitimados para exigir que el Estado les resuelva todas sus cuitas y problemas, y lo haga ya. El despegue de la ultraderecha es tan solo un aviso de hacia dónde nos conduce la crispación, el radicalismo nihilista y la connivencia con el separatismo. Por eso, no es momento para permitir que una minoría de suicidas y trileros nos hurte la mejor Carta Magna que los españoles hemos tenido en nuestra Historia: una Constitución fruto de los equilibrios de la Transición, de un prudente y sabio compromiso entre la ilusión de conquistar un futuro mejor y el miedo de regresar a un pasado cainita y destructivo.