Un informe de consumo navideño realizado por Deloitte asegura que estas Navidades cada hogar español se gastará poco más de 600 euros de media en fastos, lo que nos convierte en el segundo país europeo con mayor intención de gasto, solo superado por Reino Unido. El informe se basa en estimaciones, pero no se contradice demasiado con el gasto real efectuado el año pasado durante las fiestas por cada familia, que en un año considerado económicamente bastante peor que el de 2018, fue solo de 16 euros menos. Resulta chocante que Canarias -la segunda región española con más población desempleada, con cerca de un cuarenta por ciento de personas en riesgo de pobreza- se mantenga en esas cifras medias de gasto: en efecto, el informe Deloitte coloca a Canarias en la media nacional, lo que debiera hacernos pensar que una de dos: o los datos de pobreza se exageran, o algo no funciona muy bien en nuestras cabezas.

Probablemente haya algo de las dos cosas: y también podría ser que la media estadística nos lleve a conclusiones precipitadas: puede que haya mucha gente que gaste más de la media, y otra que tenga que conformarse con mucho menos. Lo extraordinario, en cualquier caso, es que en Canarias se gaste por familia entre un veinte y un treinta por ciento más de lo que se gasta en países ricos y muy desarrollados como Alemania, Bélgica o Italia. Y muchísimo más de lo que se consume en países menos ricos como Portugal, Polonia o Rusia. Da que pensar que aquí gastemos más en compras innecesarias de lo que se hace en cualquier otro lugar. Supongo que algo tendrá que ver con una educación emocional que ha sucumbido a la publicidad y al consumismo: regalamos una enorme cantidad de tonterías inútiles o superfluas, porque hemos convertido las cosas en la medida del valor de nuestro afecto. El tiempo, la atención, una larga conversación, un partido de fútbol con los hijos, ver una peli juntos o compartir un día de excursión o una puesta de sol, exigen más esfuerzo y más compromiso que dejarse medio centenar de euros en cualquier comercio de moda, en una tienda de videojuegos o en un restaurante. Consumimos nuestro tiempo para obtener a cambio más recursos que destinar a un consumo que no nos hace mejores en ningún sentido y ni siquiera nos satisface.

El mundo que viene se enfrenta a una inevitable encrucijada: la de mantener un sistema que nos lleva al colapso económico y moral, a la monetización de la propia humanidad, o cambiar a un modelo que pueda salvarnos como especie, y que implica reducir la producción de bienes y servicios, el tiempo dedicado al trabajo y el consumo innecesario, y sustituirlo por el compromiso cívico, el ocio, la contemplación y la creatividad.

Los líderes sociales no se atreven hoy a hablar de que el mundo que conocemos se agota, de que cada vez habrá menos trabajo, más necesidad de distribuirlo, y de que el consumo tal y como hoy lo conocemos acabará con este planeta en poco más de un siglo. No se habla de eso, pero es la absoluta verdad. O cambiamos o no prevaleceremos. Podríamos empezar cambiando el sentido de la celebración: celebrar menos lo que tenemos o queremos poseer y más lo que somos o podríamos ser en comunidad.