Lo que habría que dilucidar es si el comisario jubilado y próspero empresario José Manuel Villarejo es el síntoma de una patología del Estado o, por el contrario, una acabada expresión del funcionamiento habitual de sus intestinos. Sea abominable anomalía o brillante emprendedor de la coprofagia entre otros, lo más notable de Villarejo es que aprendió el oficio de espía y conspirador en el seno del Estado, durante años de servicio en la lucha limpia y sucia contra ETA y recabando información delicada contra los enemigos del gobierno de turno, al servicio de la socialdemocracia céntrica, centrista y centrada o del conservadurismo uno, grande y libre que pactó con Arzallus y Pujol. Después se dedicó a monetizar su agenda, su know how y su capacidad técnica y logística. Y se hizo rico.

A Pablo Iglesias le asiste toda la razón cuando subraya que el espionaje a Podemos, una maquinaria de mentiras, pruebas falsas y chantajes organizada por funcionarios de la Policía Nacional en colaboración con Villarejo y que contó con la complicidad evidente de varios medios de comunicación y el entusiasmo divulgador de algunos periodistas -con especial diligencia por parte de Eduardo Inda- es un atentado contra el orden constitucional y el sistema democrático. En absoluto está todo aclarado por la Audiencia Nacional, pero las evidencias son lo suficientemente graves como para censurar el pringoso silencio del PSOE, el PP y Ciudadanos. Un silencio tan estruendoso que ni siquiera lo rompe la dimisión de Alberto Pozas, alto cargo de Presidencia del Gobierno, sin apenas explicaciones verosímiles. Un silencio mefítico sobre el que tiembla un flan de connivencias, favores mutuos y mamoneos. Porque al final, en las letrinas, aunque sean del Estado, siempre hay alguien encargado de tirar de la cadena.

Una cosa es que el Estado disponga de cloacas y otra muy distinta es meter al Estado en la cloaca más profunda para destruir una organización política y afectar al resultado de unas futuras elecciones. En el imaginario popular el Estado es una abstracción difícilmente concebible, pero que tiene que ver con autopistas, hospitales, escuelas, bancos en las plazas o viajes del Imserso, elecciones y parlamentos. La gente es intuitivamente kelseniana. Los que gobiernan, en cambio, y al margen de la retórica democrática y los videoclips publicitarios, prefieren a Carl Schmitt de toda la vida. El Estado significa el orden y el orden tiene como máxima prioridad reproducirse a sí mismo sin injerencias intolerables. Después del GAL y de los grandes escándalos de corrupción de PSOE y PP, al borde de la sistematicidad italiana, llega la fase siguiente: la destrucción de cuerpos políticos extraños e indeseables desde el Ministerio del Interior y con la cooperación de comisarios, villarejos y periodistas. ¿Qué legitimidad democrática puede soportar a un Estado delincuente, un Estado cooptado por los intereses personales y partidistas de una minoría que es élite en todo, salvo en su calidad intelectual y ética?

Hay otras perversiones y manipulaciones de los aparatos y recursos del Estado en una democracia de baja intensidad que parece empeñada en suicidarse, pero no hablaré si no es en presencia de mi abogado. Y no tengo abogado. Es una lástima.