Opinión | Aquí una opinión

¿Fantasmas? Puede ser…

Alguien me hizo llegar el libro Los fantasmas de La Candelaria (Alfonso Ferrer–Alfredo Moreno. Ediciones Idea 2016) una serie de situaciones fantasmagóricas y misteriosas percibidas por diferentes personas en distintos lugares aunque especialmente, en el hospital de La Candelaria y en su anexo del Tórax.

Reconozco que, alguien como yo que carga por la vida con su mochila repleta de un innato y fiel ateísmo, el primer impulso sería colocarlo en la pila de “libros para hacer seguir a quienes mejor los valoren” pero al ojearlo, llama la atención el cuidado prólogo advirtiendo de que lo que uno encontrará son historias sencillas contadas honestamente por quienes las habían protagonizado, sin pretensiones de ser pruebas de nada ni demostrar la vida en el más allá. Y puede que, para quienes nos hayamos cruzado en su camino, nos termine de convencer de la importancia de su lectura el que, en varios capítulos, se entreviste a un experimentado médico, actual jefe de cierta Unidad, muy respetado entre el gremio y al que yo, lisa y llanamente y por mi actividad como voluntaria de hospitales, quiero con pasión de conocedora.

De modo que, saltándome supuestas experiencias concretas de apariciones, anomalías eléctricas o etéreos sonidos que cruzan el aire, me he centrado en el impacto de los sentimientos: la búsqueda de respuestas ante diferentes emociones. Observado, además, el interés que muestran compañeros de trabajo o la familia quienes, una vez se aseguran de que, aún no creyendo en espíritus ni en mundos paralelos (bastante tengo con éste con el que cargo) escucho respetuosamente a quien tiene opiniones diferentes y les acompaño por la senda de la conversación ante historias surgidas de vivencias extremas que se experimentaron con recelo y hasta con miedo.

Un amigo me cuenta que durante alguna noche ha sentido las manos (cree que de su padre) acariciándole. Mezcla la emoción del cariño con el desasosiego de darse cuenta de que es un hecho ilusorio (“sobrenatural” le corrijo yo).

Los nativos americanos le hablan a un Gran Espíritu como “la voz que se puede escuchar en el viento” y como “el aliento que da vida al mundo” y le piden que “les enseñe a respetar lo que esconde cada hoja y cada roca”. No veo diferencia entre las conexiones espirituales de mi amigo, aún cargadas de dudas, con la satisfacción de esa otra actitud profunda tamizada por la imaginación.

Los que, por edad, nos hemos ido despidiendo de amores intensos, llámense padres, amigos o hijos puede que, en algún momento escuchemos resonancias, como latidos del corazón de los recuerdos. No son fantasmas, somos nosotros mismos a la búsqueda de un bálsamo ante la terrible realidad de la pérdida definitiva.