Opinión

Siguen muriendo, pero el drama es cuántos llegan

Un cayuco con unos 70 migrantes a bordo llega al puerto de La Restinga, en El Hierro

Un cayuco con unos 70 migrantes a bordo llega al puerto de La Restinga, en El Hierro / EUROPA PRESS

Amanecer con la noticia de un naufragio cerca de Canarias hace tiempo que no es especialmente raro. Apenas escandaliza, tampoco sorprende. Como es previsible, pero parece que no demasiado doloroso, continúa la masacre. Solo de enero a junio de 2023, Caminando Fronteras contabilizó 778 muertes y desapariciones en la ruta canaria, la más mortífera de entrada a Europa. Las víctimas se siguen sumando, muchas de las cuales nunca tendrán un entierro porque sus cuerpos jamás serán encontrados. Quienes sobreviven al trauma de la travesía aprenden a hablar un idioma nuevo entre incertidumbre, largos procesos legales y el deseo inalcanzable de trabajar de forma regular. La historia no acaba cuando pisan tierra firme y se ponen a salvo del mar. El racismo institucional y sistémico se prolonga toda una vida.

En los últimos meses, más aún en las últimas semanas, han vuelto a aumentar las llegadas de cayucos a Canarias, pero focalizar la atención exclusivamente en los números sería contribuir a la deshumanización y el sensacionalismo. Como si fuera una sorpresa impredecible que no lleva repitiéndose desde hace décadas, con repuntes cada vez que hay una crisis económica, social o política. Como si todavía estuviéramos en primero de derechos humanos, teniendo que enseñar lo más básico: las personas no son ilegales, migrar no es un delito. Pero siempre que haya personas que deban arriesgar la vida para poder hacerlo, migrar será, además de un derecho, un privilegio. Aunque sea contradictorio.

Con todo, siguen repitiéndose titulares, comentarios y discursos que se refieren a la inmigración en términos masivos, faltos de contexto y señalando a las personas como un problema que no se sabe cómo, dónde ni por qué se origina. Algunos medios se obsesionan con «invasiones» cuando arriban las barcas, pero pronto, en cuanto pasan las primeras 24 horas, dejan de existir las personas que iban a bordo. A menos, claro está, que alguien cometa (o se presuponga que ha cometido) un delito y se convierta, automáticamente, en representante de todo el colectivo.

La mecha estalla así en odio, pero ya lleva largo tiempo encendida. De tanto hablar de inmigración «masiva», parece que esa palabra es exclusiva para las personas migrantes y no se aplica al turismo que soportan las islas con sus recursos finitos. Para quienes les gusta comparar, ahí van datos del año pasado: 14,6 millones de turistas en Canarias frente a 28.930 migrantes llegados por vía marítima en todo 2022. Así, de 478.990 inmigrantes en el conjunto de España, provenientes de todos los continentes, solo un 6% llegaron de forma irregular.

Ahora, les propongo: juguemos con las cifras. Imaginemos, solo un momento, que no hubiera sido un 6%. Pensemos, por ponerlo en números, que la mitad hubiesen llegado por vías irregulares. El 50%. ¿Valdrían menos, por ser más, las vidas de todas esas personas? ¿Merecerían, por ser más, un trato menos digno? ¿No estarían revelando los datos una catastrófica emergencia humanitaria? ¿No creen que sería (todavía más) alarmante que tantas personas tengan que arriesgar su vida en busca de una mejor?

Quienes son migrantes o han trabajado con personas migrantes sabrán que hay muchísimos motivos que pueden llevar a una persona a tomar la decisión, no ya de migrar en general, sino, en concreto, de embarcarse en una patera. Persecuciones, represión, oportunidades para estudiar, búsqueda de trabajo, cambio climático, esquilmación de recursos naturales, muerte de algún familiar, imposibilidad para obtener visados.

La crisis económica por la pandemia de Covid-19, los conflictos armados, la sobrepesca internacional o la apertura de fronteras en Marruecos como estrategia de presión hacia España (esta vía tiene ahora una afluencia mucho menor) son algunos de los muchos motivos que han marcado el ritmo de llegadas en el último par de años. A ello también se ha sumado la inestabilidad política en Senegal desde 2021, disparada recientemente a causa de la represión, los escándalos políticos y las elecciones que se avecinan. Pero sería simplista decir que solo ha sido por ello, y es que, insisto, existen mil y una razones para migrar.

Lo que ocurre es que, si piensas en migraciones, te acuerdas de las imágenes más impactantes y precarias, sin pararte a pensar en que migrante es también tu sobrino que se fue a estudiar a Londres, tu hija que trabaja en Alemania, los jubilados que se compraron una casa en el sur, tu abuelo que se marchó a Cuba y luego regresó, los cocineros del restaurante italiano al que vas a comer pizza, la familia ucraniana que saludas por el vecindario.

La migración es inherente al ser humano. No se puede frenar. No se puede pretender frenar, mucho menos a partir de criterios selectivos. Intentarlo tiene un solo efecto: más muertes. Y han sido ya tantas, tan poco visibles, bajo tantos prejuicios, que el drama es cuántos llegan y no cuántos mueren. La tragedia es máxima cuando muere un grupo de personas españolas (y sí, por supuesto que es trágico), pero no parece que lo sea cuando esta masacre se repite año tras año. Repetiré la cifra. 778 muertes, solo en seis meses, en la ruta canaria. Y no paran de aumentar. Quizá se convierta en tragedia cuando dejen de ser inmigrantes para convertirse en personas, a secas, o le quitemos ese prejuicio pegajoso a una palabra que, por sí sola, no significa nada malo.

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