Opinión | Sangre de drago

Europa, Europa

Banderas de la UE en la sede de la Comisión Europea en Bruselas.

Banderas de la UE en la sede de la Comisión Europea en Bruselas.

Ayer estábamos convocados a participar en la conformación del Parlamento Europeo con nuestra participación en la convocatoria electoral. El número de parlamentarios europeos que le corresponden a España es significativo, yendo, como sabemos, detrás de Alemania, Francia e Italia. Se trata de unas elecciones bastante importantes. Pero nos debe ayudar a sopesar qué queremos decir cuando decimos Europa. Porque lo que podemos esperar de ella depende de lo que, en el fondo y en verdad, sea ella. Si la imaginamos como el cuerno de la fortuna económica y la voz de su banco central, esperaremos subvenciones; si la imaginamos como una locomotora de fraternidad universal, de paz y concordia entre los pueblos, será otra nuestra expectativa. De lo que sea dependerá bastante lo que esperamos. Creo que tenemos un problema serio cuando hablamos de Europa y no podemos o no sabemos explicar con claridad –ni explicarnos, siquiera– lo que es en realidad Europa.

Si Europa fuera un continente, nosotros no seríamos europeos. Uno de los autores contemporáneos que más han pensado, escrito y hablado de la identidad de Europa, fue Joseph Ratzinger, que sería el Papa Benedicto XVI, quien mantenía que Europa no era solo un continente o una entidad geopolítica, sino una realidad cultural con una profunda identidad, moldeada por sus raíces cristianas. Para él, esta herencia cristiana, no es un mero vestigio del pasado, sino que sigue siendo fundamental para comprender el presente y guiar el futuro de Europa. Necesitamos una mirada profunda para descubrir la verdad de estas afirmaciones.

Actualmente asistimos a un proceso de secularización evidente. Los bloques anteriores, tan radicalizados en los que se rompió la Europa de la post-Guerra Mundial no gozaron de un afecto sentido respecto a estas raíces de Europa. Pero lo cierto que es que el cristianismo ha impregnado la cultura, los valores, las leyes e instituciones de Europa, moldeando su visión del mundo y su papel en él. Esta herencia común ha unido a los europeos a lo largo de los siglos, proporcionándoles un sentido de unidad y propósito. En este proceso no siempre, ni todo, ha sido fácil. A pesar de su rica diversidad cultural y lingüística, Europa posee una identidad compartida arraigada en sus tradiciones cristianas. Esta identidad común no busca homogeneizar a los europeos, sino más bien celebrar su diversidad dentro de un marco compartido. Para énuestro autor, la Europa actual enfrenta diversos desafíos, como el secularismo, el relativismo moral y la inmigración. Ratzinger sostenía que estos desafíos solo pueden superarse si Europa redescubre el dinamismo y la vitalidad de su fe cristiana, si vuelva a la creatividad fundante de su identidad.

Hubo un tiempo en el que en Europa se afirmaba que en su extremo y en su suelo estaba el final de la Tierra -Finisterre-. Ya nos hemos dado cuenta que eso no era así. Solo tendría final para un terraplanista. La circularidad geográfica del planeta nos está invitando a una mirada global, que reconozca que se trata del hogar de una humanidad culturalmente plural, a la que podemos ofrecerle la peculiaridad de nuestra identidad como un servicio. Apertura para acoger las riquezas culturales de los demás que, en buena parte, sanean nuestras acomplejadas posturas que se avergüenzan de lo que somos por lo que aparentemente fuimos. El valor está en lo que somos y tenemos como raíz de sentido y riqueza de historias. Europa, con sus innegables errores históricos, siempre fue apertura y diálogo. Si se reduce a un mercado, solo aportará al mundo un bloque más en un mundo de intercambios comerciales.