Opinión | A BABOR

17 días de deriva

Sedientos de día y helados en la noche, debilitados por el hambre y la desesperación

Migrantes rescatados por un crucero de lujo a su llegada a Tenerife.

Migrantes rescatados por un crucero de lujo a su llegada a Tenerife. / María Pisaca

Treinta personas –o quizá muchas más– murieron a bordo del cayuco rescatado este miércoles por el crucero Insignia a más de 800 kilómetros al sur de Canarias, en dirección a Cabo Verde. 68 de los embarcados, entre ellos tres mujeres y tres niños pequeños, lograron sobrevivir tras una deriva de 17 días en el Atlántico, después de que el motor de su embarcación colapsara al cuarto día de travesía, tras abandonar la costa de Nuakchot. Los emigrantes se quedaron sin agua ni alimentos, y algunos fueron muriendo y tuvieron que ser lanzados por la borda. En la noche del día 17 de deriva, hasta cinco muertos permanecían en la barcaza, porque ya no había ni fuerzas para tirarlos al agua.

Ese mismo miércoles –el día 19 de este mes–, el petrolero Philip Oldendorff avistó de casualidad el cayuco y logró prestar algo de ayuda, además de mandar un aviso de emergencia, que llegó rebotado al crucero Insignia, un yate de recreo que se dirigía de Cabo Verde a Tenerife. El crucero desvió su ruta, logró dar con el cayuco y recoger hasta a 68 pasajeros, algunos en tal estado de deshidratación, que uno de ellos no logró sobrevivir, a pesar de recibir atención médica en el Insignia. También se pudo trasladar al yate de lujo los cadáveres de tres de los cinco fallecidos que había en ese momento en el cayuco, pero las malas condiciones de la mar convirtieron en peligroso el rescate de los cuerpos restantes. Se decidió entonces abandonar el cayuco colocando un reflector para facilitar que sea localizado por el guardamar Urania.

El rescate, fruto de un avistamiento casual, es un milagro, y también una demostración de que en el mar funciona el sentido del honor y la responsabilidad. Los 67 pasajeros supervivientes fueron atendidos en el barco de recreo, se les proporcionó atención médica y se les facilitó agua, comida, y ropa limpia y seca. Aún así, cinco de los que arribaron el jueves a Tenerife, después de 30 horas de viaje en el Insignia, lo hicieron en unas condiciones tan lamentables y penosas que tuvieron que ser hospitalizados. Uno de ellos en estado grave.

Cuando escribo aún no hay confirmación de si este cayuco es uno que partió de Nuakchot en esos días, con alrededor de 150 pasajeros a bordo. Si fuera así, podrían haber perdido la vida en el trayecto más de 80 personas. Y si no, seguiríamos sin noticias de la barcaza con 150 personas de la que no se sabría el paradero.

El Atlántico se cobra vidas todos los días. Caminando Fronteras asegura que en los cinco primeros meses del año han desaparecido en la ruta atlántica a Canarias 4.808 personas, casi 32 muertes diarias, una cada 45 minutos. La ONG calcula los fallecidos con información de las familias: se han perdido 47 cayucos con todos los embarcados. Y no tiene visos de parar: las previsiones de que dispone la administración española hablan de alrededor de cien mil personas pendientes de partir hacia las islas en los próximos meses, en lo que –muy probablemente– se convierta en la mayor oleada de emigración africana jamás llegada a las islas. El Gobierno regional ha dado la alarma insistiendo en la imposibilidad de atender con un mínimo de decencia y dignidad a los menores –podrían llegar a ser más de diez mil, según previsiones de Bienestar Social–, ni cómo gestionar el traslado o repatriación de cien mil personas en seis o siete meses. Va a ser muy difícil procesar una situación de desbordamiento y colapso como la que se espera.

Pero todas esas preocupaciones quedan empequeñecidas, ante la percepción de lo que habrán sido para los pasajeros de un cayuco perdido esos 17 días de terror absoluto a la deriva, sin agua, sin alimentos, con mal tiempo, y temperaturas extremas. 17 días sin más expectativa de escapar a la muerte que tropezarse con otro barco, conscientes de la dificultad de sobrevivir, viendo morir compañeros de viaje, quizá amigos, quizá parientes, uno tras otro. Sedientos de día y helados en la noche, debilitados por el hambre y la desesperación.

17 días de pánico. ¿Y qué habrá ocurrido en esos 17 días en los despachos y pasillos del poder, donde habitan quienes tienen la responsabilidad de evitar el desastre, esos políticos y diplomáticos que tienen que hacer frente a las negociaciones entre Europa y los países del Magreb y del Sahel? ¿Qué habrán hecho en esos 17 días quienes tienen la última palabra para activar el Frontex y mejorar sus capacidades y resultados, o los que deben ocuparse de mejorar las dotaciones de la Guardia Civil del Mar? ¿Cuánto tiempo se habrá perdido en esos 17 días para seguir demorando la búsqueda de instalaciones, cuarteles, escuelas, centros parroquiales, barracones, hoteles y domicilios particulares donde hospedar a los que van a llegar? Y esos ministros y legisladores que retrasan desde hace meses la modificación de la Ley de Extranjería, que permitirá el traslado de jóvenes y niños a otras regiones españolas… ¿Van a seguir jugando al juego perverso de tirarse unos a otros los muertos a la cara?

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