Opinión | A babor

La crisis de la verdad

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la sesión de control al Gobierno este miércoles.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante la sesión de control al Gobierno este miércoles. / José Luis Roca

Existe entre la mayoría de los periodistas un cierto consenso sobre el hecho de que la ruina del actual modelo de prensa escrita es irreversible. Hace casi un cuarto de siglo que venimos hablando de crisis, casi desde que –en los últimos años del siglo pasado- se produjo la generalización de Internet como medio de acceso a la información de noticias. Ese debate ocupa al mundo de la comunicación desde hace mucho tiempo, pero han sido las crisis de este siglo global las que ha acelerado la percepción de agotamiento de la prensa. A la crisis tecnológica se sumó la crisis económica de 2009, le siguió la crisis de modelo de negocio, y más tarde la crisis sanitaria, hasta plantearse una suerte de tormenta perfecta que conspira contra la continuidad del periodismo en papel. Pero eso no es todo: también vivimos desde hace años un fenómeno de distanciamiento creciente entre los periódicos y los lectores, una suerte de rechazo al narcisismo de los medios escritos, más pendientes del efecto de sus intervenciones sobre el poder que de su rol social. El desembarco en el mundo de la información de intereses absolutamente ajenos a esta, la concentración de los media, la entrada en los periódicos de grupos empresariales que mueven sus recursos de un negocio a otro, que cotizan en bolsa, que trafican subvenciones con los gobiernos y que funcionan bajo la exclusiva lógica del beneficio comercial, ha provocado una verdadera quiebra de valores en la profesión.

A veces esa quiebra llega hasta el extremo de renunciar a la deontología mínima del periodismo, que es contar lo que ocurre. La caída de la publicidad ha agravado el miedo de los medios a enfrentarse al poder político o económico, y hoy los periódicos silencian muchas noticias. Y así, entre silencios y manipulaciones, el periodismo español atraviesa uno de los peores momentos de su historia, corroído por múltiples pecados: la aculturización; el amarillismo más descarnado; un corporativismo mal entendido que pretende colocar al profesional del periodismo por encima del bien y del mal; el recurso permanente a gastadas soflamas en defensa de una libertad de expresión que no es tal, sino patente de corso para el insulto y la injuria; el chalaneo servil con el poder político y económico; la sumisión a las fuentes que aportan exclusivas o publicidad; el partidismo; el vedettismo... todas estas perversiones adornan hoy una profesión que se enfrenta cada vez más al desinterés y el desprecio del público.

El desprecio de los medios por la verdad no es en absoluto un fenómeno nuevo, pero se ha agravado de forma extraordinaria en los últimos años. Hoy vivimos inmersos en una nueva crisis, que tiene que ver con la renuncia por parte de los medios a la búsqueda de la verdad, que es lo que sostiene la credibilidad. Un periodismo que decida situarse al margen de los hechos, un periodismo que no defienda la verdad, es un periodismo en fase terminal. Como el que hoy vemos operando en muchos frentes.

Hay muchos ejemplos de esta renuncia creciente a la búsqueda de la verdad, pero les pongo un ejemplo cercano: en otoño del año pasado, tras unas elecciones legislativas marcadas por la radicalización, el frentismo y la polarización entre sanchistas y antisanchistas, y después del agónico itinerario de Feijoó en busca de apoyos parlamentarios, fue Pedro Sánchez quien consiguió ser investido presidente gracias a un acuerdo imposible de concebir siquiera unos días antes. Ese acuerdo se cerró por dirigentes del PSOE fuera de España, con un político prófugo de la justicia española y refugiado en el extranjero desde el fracaso del prócés y el referéndum ilegal de 2017 en Cataluña. El precio a pagar por el PSOE para conseguir el apoyo de los ocho diputados de Junts a su propia investidura incluía comprometer al Estado de forma indigna en el reconocimiento de maniobras de persecución judicial –el law fare-, y aprobar una ley de amnistía redactada en connivencia con los políticos catalanes interesados, que amnistiara los delitos cometidos por esos políticos -incluso los de prevaricación- durante una docena larga de años. El PSOE y el Gobierno en pleno habían negado hasta el mismo día de las elecciones que esa amnistía pudiera tener encaje dentro de la Constitución. Pero se cambió de opinión de un día para otro.

No existe en toda la historia reciente de España un antecedente similar de mercadeo para permanecer en el poder, pero lo realmente preocupante no es que la política sucumbiera al oportunismo, como tantas veces: lo asombroso es la forma en que los periódicos próximos al Gobierno sucumbieron sin protesta ni disidencia ante el nuevo relato, sustituyendo los hechos y los argumentos sobre la inconstitucionalidad de la amnistía que esos propios medios habían defendido hasta pocos días antes. Lo ocurrido es “un antes y un después”, una línea cruzada en un camino al que ya no se puede dar la vuelta. Porque es difícil seguir creyendo en un periodismo que sustituye la verdad por el relato que más conviene al que manda...

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