Opinión | El recorte

Ver o no ver, he ahí el problema

Migrantes rescatados por un crucero de lujo a su llegada a Tenerife.

Migrantes rescatados por un crucero de lujo a su llegada a Tenerife. / María Pisaca

Ayer, antes de la caída de la tarde de ayer, asesinaron muchas personas en Sudán donde mueren más de ochocientas personas cada día. De hambre, de enfermedades o a causa de la violencia. Pero esa evidencia no estropea la digestión de nadie. No sale en los telediarios. Es un árbol que cae en medio de un bosque solitario, que no hace ruido.

He escuchado el dolor de corazón de una buena persona que iba en el crucero de lujo que se tropezó con una patera en la que viajaban juntos supervivientes y cadáveres camino de Canarias. Fueron rescatados y subidos al barco donde se les atendió. Y una pasajera, testigo del rescate, reflexionaba ante la dolorosa evidencia de que “nosotros estábamos arriba con todo viendo a los que realmente les falta de todo”.

Viendo. Esa es la clave. Como cuando nos ofrecieron la imagen de aquel niño sirio, Aylan, en una olvidada playa de Turquía. Tan olvidada como el propio niño, pasados algunos meses. A los pasajeros del crucero Insignia les amargaron la travesía con una cruda experiencia. La diferencia entre un viaje de placer y uno de muerte. Pero lo olvidarán. Como todos olvidamos los abundantes horrores que ocasionalmente pasan por la ventanilla del veloz tren de la actualidad para quedarse atrás, perdidos en el pasado.

En todos los países desde donde huyen los migrantes, desde Marruecos a Mauritania, Mali, Senegal o Guinea, hay mucha gente que vive en mansiones y palacios o en lustrosos edificios de gobierno y viajan en coches oficiales con cristales tintados y cuyos hijos estudian en carísimas universidades privadas de Francia o de Inglaterra. Ellos también tendrían la oportunidad de ver la muerte y el hambre si mirasen, como los cruceristas, a través de las ventanas de sus mansiones. Pero no lo hacen. Casi todo el continente africano se ha convertido en una zona dominada por los golpes militares, el radicalismo islámico o los tentáculos del imperialismo comunista o capitalista.

Parte de la progresía Europea considera que los europeos somos responsables de los crímenes de la Conquista de América, del colonialismo en Africa y tal vez del último deshielo en el Holoceno. Los países que se emanciparon, en América Latina o en Africa, como los hispanos hicieron con los romanos, decidieron escribir su propia historia. A unos les ha ido bien y otros no. El discurso que predica el incondicional abrazo a nuestros hermanos pobres de Africa, porque somos culpables de su ruina, le ha explotado en la cara a la izquierda en Francia, Alemania e Italia, donde la derecha dura, abiertamente hostil a la inmigración, cuenta cada vez con más apoyo popular.

Esto es así. Lo seguirá siendo porque es una necedad soltar en las calles a miles de personas sin oficio ni beneficio ni futuro. Concentrarles en guetos donde malviven a base de subsidios y ayudas, apegados a su propia cultura y a sus religiones y sin capacidad para integrarse en la sociedad de su nuevo país. Los herederos de ese desastre, que son sus hijos, ya no ocultan su cólera. Ellos también ven a quienes tienen grandes casas, buenos trabajos y coches caros. Ven el mundo que no pueden tener. Y están dispuestos a cargarse el crucero.

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