Opinión | El recorte

Un mencey entre califas

Fernando Clavijo.

Fernando Clavijo. / Europa Press

Con el legado de Tinerfe el Grande sobre sus hombros, Fernando Clavijo, llamado el Conciliador, encaró las escalinatas del Congreso de los Diputados. El último mencey sobre la tierra había puesto rumbo a la capital del Reino para luchar por las necesidades de su patria guanche. En este caso, el reparto de los inmigrantes menores por las taifas peninsulares.

Para afrontar tan compleja misión necesitaba un aliado leal y confiable. Alguien que atrajera buena suerte y que le garantizara el éxito. Tras intensos minutos de cogitación y en pleno trance místico, apareciósele Ángel Víctor Torres en lo alto de un pino. Sin pensarlo dos veces (ni ninguna vez), decidió seguir los dictados de su visión astral. Aquel talismán de la política canaria, ahora soldado de fortuna en el equipo sanchista, fue el elegido. Un martes. Nada podía salir mal.

Así pues, Clavijo y Torres, atravesaron el salón de los Pasos Perdidos. Qué presagio ¡vive dios! Y tras dar varias vueltas por el interior del Congreso, un bedel piadoso los guio hasta los grupos parlamentarios.

La primera de las puertas aporreadas fue la de los nacionalistas vascos. «Nos ayudarán -dijo Torres- son gente centrada y progresista». Los vascos los recibieron con los brazos abiertos. Tras quitarse la txapela roja y soltar los rosarios, comenzaron la negociación. «Sesenta y ocho mil gracias por vuestros votos en las Europeas». La cosa marchaba bien. Poco tardaron los vascongados en manifestar una gran empatía con el problema de los isleños: «Toda nuestra solidaridad con Las Palmas de Mallorca».

Con la palmadita euscalduna en la espalda, «¡Ala, ala! Que ya nos veremos!» nuestro dúo dinámico se dirigió a la siguiente puerta, situada justo enfrente. Para su sorpresa, estaba acordonada por los Tedax, así que continuaron hacia la que olía a butifarra y calçots. «Benvinguts, africans» les dijeron. En la reunión medió un traductor pero el ambiente fue agradable. Los catalanes aceptaron las derivaciones a España. Sin titubeos. Sin condiciones. Una lástima que, para ellos, Cataluña no fuera España, pero salvo ese pequeño detalle, no verbalizaron inconveniente alguno.

Estaban en racha. Animados por no haber sido expulsados de ningún sitio se atrevieron a golpear la aldaba de una puerta verde algo apolillada. Al abrirla les inundó un tufo a alcanfor y a Varón Dandy. Se sorprendieron al encontrar una estancia muy luminosa. Tanto, que los diputados de dicho grupo llevaban gafas oscuras y crema factor 50 para protegerse la cara del sol. «¿Moros aquí?… ¡Jamás! Santiago y cierra España». Les gritaron y empezaron a quitarse los tirantes rojigualdas para azotarles con ellos.

Huyeron. Y un rastro de excrementos de charrán los llevó hasta un enorme pórtico azul donde les esperaba un gallego con aspecto de cura rural que dio la bienvenida a Torres. «¿Cómo es que va usted sin mascarilla, ministro sepulturero? ¿Y qué hace aquí si hoy no vamos a hablar de Franco?». El cura gallego repartió hostias sin consagrar y Torres se las comulgó todas. «Traed monedas para el cepillo o las capillas no se abren» dijo por último. Y se fueron.

Clavijo, ya cansado, llamó a su socio local en el Menceyat:

-¡Manolo, ya hemos acabado la ronda!

- ¿Aceptaron los vascos?

- No sabría decirte

- ¿Y los catalanes?

- Ni de broma

- ¿Y los míos?

- Los tuyos primero quieren ver la pasta

- Entonces ¿qué has conseguido?

- Pues… que el marrón te lo vas a comer tú.

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