Opinión | EL RECORTE

Nos toca a todos

Incluso para quienes defienden a cuchillo la existencia de un sector público cada vez más potente, poner en cuestión los ingresos del turismo no es más que un sofisticado suicidio

El expresidente del Gobierno Felipe González durante su intervención en el acto.

El expresidente del Gobierno Felipe González durante su intervención en el acto. / EP

La falta de conocimiento del pasado genera asuntos muy curiosos. En el catecismo para ser de izquierdas de verdad, hoy en día, figura la obligación de defender férreamente al sector público y denunciar a voz en cuello las privatizaciones como una política muy de derechas y el comercio global como puro capitalismo.

Lamentablemente si eso fuera ser de izquierdas el dictador Franco sería el presidente de honor de todas las izquierdas españolas, porque justamente con él y su largo régimen de paz y bayoneta nacieron todas las empresas públicas de España, desde el INI a Enagás pasando por las siderúrgicas y naturalmente Renfe o Iberia. Con Franco el Estado lo era todo, desde el petróleo a las compañías aéreas, y la sociedad privada nada.

Fue con la llegada de la democracia, las libertades y el sentido común, cuando los gobiernos procedieron a desmontar lentamente la estructura de la autarquía franquista para integrar a España en Europa y en el futuro. Privatizaron la mayoría de las empresas públicas ruinosas, echaderos para ex ministros y notables (aunque ahora también siguen). Y gran parte de esa tarea le correspondió al presidente del gobierno autor del gran cambio en este país, Felipe González. Después de algunos años se enderezó la ruina de la minería, de la siderurgia y de los astilleros, entre otros sectores gestionados pésimamente. Y se privatizaron empresas públicas desastrosas que empezaron a dar dinero nada más salir de las zarpas de quien disparaban con pólvora del rey. Que las economías sean rentables no es solo una cuestión de conveniencia, es una necesidad. La riqueza que genera la actividad empresarial permite pagar salarios e impuestos que a su vez dinamizan el consumo y el desarrollo.

En Canarias llevamos décadas enredados discutiendo sobre el supuesto agotamiento de nuestro modelo productivo. Debatiendo nuestra baja productividad. Echando culpas, como sahumerios, a los empresarios avariciosos o a los trabajadores aplatanados. O al absentismo. O al qué se yo. Y en la pelea casi siempre acaba alcanzado alguna cachetada el turismo depredador. Ese que se ha comido nuestros antiguos vergeles de tomateros y cardonales.

Cada vez que me hablan del turismo tengo la misma respuesta: “Miren lo que vendemos”. Canarias exportó el año pasado poco más de tres mil millones de euros. Si conseguimos pagar los más de veintitrés mil millones que compramos fuera en diferentes insumos es porque nos llega un chorro de dinero del Estado —a través de transferencias, ayudas a la producción de electricidad, subvenciones al transporte, pensiones, etc— y porque vendemos servicios turísticos a turistas extranjeros que se gastan en las islas por encima de los veinte mil millones de euros cada año.

Incluso para quienes defienden a cuchillo la existencia de un sector público cada vez más potente, poner en cuestión los ingresos del turismo no es más que un sofisticado suicidio. Si caen los ingresos fiscales tarde o temprano se perderán los recursos para pagar las nóminas de los empleados de las administraciones. Cuando se habla de “recortar” el modelo, que sepan los maestros y sanitarios que también están hablando de ellos.

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