Opinión | A BABOR

Una amnistía capucera

Consideran los magistrados del Supremo que la ley no puede ser aplicada al delito de malversación, y han anunciado un doblete de decisiones que coloca las aspiraciones políticas de Puigdemont y Junqueras en punto muerto

Carles Puigdemont

Carles Puigdemont / Glòria Sánchez - Europa Press - Archivo

El Tribunal Supremo la ha liado parda: dejar a la primadonna Puigdemont fuera de la amnistía es desatar la caja de los truenos. El hombre se veía ya de president de la Generalitat, y hoy debe haberse quedado mismamente estupefacto. Parece que se enteró de las decisiones del Supremo en medio de una reunión con Junqueras en algún lugar de esas Europas, probablemente a no muchos kilómetros de Bruselas. Su primera reacción fue calificar a los magistrados del Supremo como mafiosos. La ‘santa toga’, escribió refiriéndose a ellos, en un tuit envenenado. Fue nada más saber que sus expectativas de volver a la Generalitat envuelto en olor de butifarra se han reducido bastante. Si pisa España será detenido, a pesar de la lamentable actitud del PSOE y del Gobierno, que se despeña por la denuncia del lawfare y el señalamiento a los jueces que no se pliegan ante la presumible desvergüenza de esta amnistía a la carta, negociada directamente con los afectados a cambio de su apoyo a que Sánchez presida el Gobierno, y aprobada en el Parlamento por un PSOE que el día antes de las elecciones declaraba inconstitucional la medida.

En realidad, lo que ha hecho el Supremo es rechazar que el procés sea amnistiado. Consideran los magistrados del Supremo que la ley no puede ser aplicada al delito de malversación, y han anunciado un doblete de decisiones que coloca las aspiraciones políticas de Puigdemont y Junqueras en punto muerto. El magistrado Llarena ha decidido mantener vigente la orden de detención contra Puigdemont, y la Sala de lo Penal que preside su colega Marchena ha optado por no admitir la anulación de la inhabilitación a Junqueras.

El Supremo se desmarca con ambas decisiones del criterio que el Fiscal General García Ortiz impuso a sus subordinados, pero también de la Abogacía del Estado que apoyó al fiscal y defendió que los dirigentes indepes no tenían intención de enriquecerse cuando optaron por malversar. Esa parece ser precisamente la madre del cordero de la argumentación del juez en su auto. Sostiene Llarena que “los actos de disposición del patrimonio de la Administración estuvieron radicalmente vinculados a un beneficio personal y tuvieron un marcado carácter patrimonial”, y le sigue Marchena, ponente de la resolución de la Salas de lo Penal, advirtiendo –en un texto de singular dureza, muy crítico con las decisiones del Gobierno sobre la amnistía-, que los condenados “hicieron con el patrimonio ajeno que les estaba confiado lo que no pudieron o no quisieron hacer con su patrimonio”.

Marchena considera que es muy difícil compatibilizar los esfuerzos realizados por la jurisprudencia europea para acabar con la impunidad de los malversadores, con el deseo del Gobierno de ofrecer un tratamiento excepcional y personalizado a los condenados del procés. La tramitación de la ley siguiendo las instrucciones de los principales interesados en su aplicación, abrió “un paréntesis a cien años” en la jurisprudencia española, para poder aplicarse a “unos hechos y unos protagonistas muy concretos”, que además participaron directamente en su redacción. Marchena insiste también en destacar que la ley de Amnistía se redactó a gran velocidad, y no alcanza a perfilar con claridad el objetivo que persigue, al ser fruto de la “confluencia de aspiraciones distintas y a veces contrapuestas”, por lo que “el texto legal cobra vida propia al margen de sus plurales coautores”.

Un varapalo de proporciones cósmicas al Gobierno, con argumentos difícilmente rebatibles, que provocaran sin duda la necesaria intervención del Constitucional para volver a la senda diseñada por el Gobierno. Un Constitucional que hace pocos días forzaba su actuación como Tribunal de Garantías, rompiendo por primera vez en su historia los límites de la jurisdicción constitucional, entrando en el ámbito reservado a la jurisdicción ordinaria para suplantar las funciones del Supremo en el caso ERE, y dejar libres de todo pecado a los líderes socialistas que protagonizaron el mayor caso de corrupción de la democracia española.

Mientras el Constitucional, controlado por el exfiscal general Conde-Pumpido, se prepara para aplicar una nueva desautorización al Supremo, insistiendo en la que –probablemente- se convierta en una crisis institucional en la justicia española, el Gobierno sigue trasteando la legislación por la puerta de atrás, para adaptarla a sus necesidades e intereses: el jueves pasado, Moncloa coló a la zorruna en el decreto de medidas anticrisis, la derogación del artículo 43 bis de la ley de Enjuiciamiento Civil, para evitar la presentación de cuestiones prejudiciales sobre la amnistía ante la jurisdicción europea. El Ministro Bolaños, responsable de la jugada, había explicado poco antes la necesidad de incluir en el derecho nacional esta normativa europea, ahora borrada sin debate del mapa.

Este nivel de trilerismo no aguanta mucho más.

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