Opinión | La gata sobre el teclado

María Pérez

Sueños de grandeza

Charla motivacional.

Charla motivacional.

Hace unos años, en pleno boom de los Tony Robbins, me invitaron a la charla de un speaker motivacional. Con el entusiasmo elevado a la máxima potencia durante toda su exposición, el orador instaba constantemente al público a ponerse en pie, dar saltitos o chocar los cinco con el de al lado diciéndole con toda la pasión que se lograra fingir en ese momento: «¡eres un crack!». Aquellas dos horas de euforia prediseñada se me hicieron eternas. Hasta en tres ocasiones tuve que abrazar al perfecto desconocido que estaba sentado a mi lado y que me miraba con cara de resignación, como diciéndome: «sí, yo tampoco sé qué hago aquí». Lo que para algunos fue un chute de positividad, para mí fue un mal rato (a mis cinco sentidos, hay que añadirle un sexto muy particular y un séptimo muy sufrido: el sentido del ridículo). Al salir, todo estaba dispuesto para que, con el calentón de optimismo en el cuerpo, el público asistente se lanzara a comprar el curso, el taller o el libro correspondiente que les iba a solucionar la vida o con el que iban a poder conseguir todo aquello que se propusieran, siguiendo los nosécuántos pasos de rigor.

Pensar que uno puede lograr todo lo que se proponga, con trabajo y actitud positiva es tan bonito como ingenuo. Por norma general, a todos se nos pone la piel de gallina cuando escuchamos las palabras de alguien que acaba de cumplir el sueño de su vida. En esa euforia adrenalínica es cuando se suele soltar, trofeo en mano si puede ser, el típico discurso motivacional en el que aseguran que todo es posible, que querer es poder y que los sueños… si trabajas duro (no vale trabajar normal, tienes que matarte a trabajar), se cumplen. Desde su conquistada palestra nos incitan efusivamente, como capitanes de legión arengando a sus tropas, a la lucha encarnizada por aquello que todos merecemos (sea lo que sea) casi que por designio divino. Se nos hace un nudito en la garganta y nos brotan las lágrimas de emoción, aunque la verdad es que elaborar un discurso de este estilo es pan comido para cualquier guionista mínimamente curtido. No quiero decir con esto que muchos de estos alegatos no sean genuinos, pero sí creo que es imprescindible tener en cuenta el contexto porque, en el fragor de la batalla, se pueden decir auténticos despropósitos que quedan grabados en la mente colectiva como verdades imperecederas porque las dijo una superestrella de Hollywood, un portento de la NBA o el influencer de turno.

El cumplimiento de sueños es uno de los mantras típicos del triumphal speech pero, en realidad, por mucho empeño que pongamos, unos se conseguirán y otros no. Y está bien. Porque no lograrlo también forma parte del camino y puede ser una experiencia mucho más interesante y fructífera. Para empezar, en el ardor del éxito todos somos buena gente y queremos la paz en el mundo, pero es en la adversidad, en la caída y en el fracaso donde se nos ve el plumero, la escoba y el recogedor. Si queremos saber de qué pasta está hecho alguien, prestemos atención a su comportamiento cuando las cosas le van mal. Empezando por nosotros mismos, ya que nos tenemos más a mano.

Lo cierto es que, en primer lugar, muchas veces ni siquiera sabemos diferenciar los objetivos o las metas, de los sueños, de las fantasías o de las simples fatuidades egoicas. Y, en segundo lugar, la realidad no es lineal, la vida es compleja y los humanos cambiantes (a partir de cierta edad, uno de tus grandes sueños va a ser despertar cada mañana sin dolor de espalda… y lo sabes).

Por otro lado, existe algo llamado «error fundamental de sobreatribución o sesgo de correspondencia» que explica por qué muchas personas que han conseguido algo porque se lo han currado piensan que el que no lo consigue es porque no se ha esforzado lo suficiente o porque le falta actitud. Según este concepto básico de la psicología social, a la hora de juzgar nuestros propios triunfos, existe una tendencia a sobrevalorar la capacidad personal y a infravalorar las circunstancias externas («me lo merezco porque yo lo valgo y a mí nadie me ha regalado nada»). Por el contrario, ante el éxito ajeno, la tendencia es al revés: sobrevalorar lo externo en detrimento de la capacidad personal, incluso atribuirlo a un golpe de suerte («estaba en el lugar correcto y en el momento adecuado, nada más»).

El paradigma de la libre voluntad nos ha hecho creer que «querer es poder» o que «el que la sigue la consigue», pero ni todo está en nuestras manos ni siempre compensa el precio que pagamos por conseguir un objetivo. Como dijo Cervantes, «cuando el peligro sobrepuja a la esperanza, ni retirarse es huir ni esperar es cordura». Luchar a muerte por lo que uno quiere puede parecer muy romántico pero perder nuestra salud o nuestra paz mental por el camino, no compensa.

Nuestras aspiraciones y anhelos deberían nacer de nuestro potencial creativo y no de nuestras carencias e inseguridades. Hay demasiada gente queriendo brillar y poca iluminando de verdad. Nos empiezan a sobrar las grandes pretensiones porque nos están empezando a faltar intenciones más profundas. Nos sobran speakers y celebrities y nos faltan más personas de esas que hacen lo imposible por seguir teniendo pequeñas ilusiones diarias en medio de grandes dificultades, esas que están lejos de ser estrellas, pero son antorcha de luz en su entorno y su presencia nos salva la vida, aunque no nos demos ni cuenta. Aunque no se den ni cuenta. Nos sobran sueños de grandeza y nos falta grandeza en nuestros sueños.

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