Opinión | A BABOR

Privado y público

Dedicarse a la política exige ciertas servidumbres, y una de ellas es la de procurar no perder nunca los nervios, no dejarte llevar por la ira o la rabia, aguantar estoicamente lo que haya que aguantar

Clavijo asume que "las cosas tienen que cambiar" en el modelo turístico de Canarias

Clavijo asume que "las cosas tienen que cambiar" en el modelo turístico de Canarias

Los tiene cuadrados: Fernando Clavijo recibió ayer en Presidencia en Santa Cruz de Tenerife a cinco de la plataforma Canarias se agota, que –salvo error o apropiación indebida de nombre– es la misma que propone para este jueves un delirante escrache contra Clavijo. Un numerito frente a su domicilio privado, que habrían de soportar también los miembros de su familia.

Dedicarse a la política exige ciertas servidumbres, y una de ellas es la de procurar no perder nunca los nervios, no dejarte llevar por la ira o la rabia, aguantar estoicamente lo que haya que aguantar. Otra es evitar en todo momento mezclar la vida personal con la pública, entre otras cosas para proteger a familiares y amigos.

Frente a modelos en los que se exige la exposición –incluso la impostación– de lo privado, como ocurre en la política estadounidense, cada vez más imitada en Europa, la vida privada de nuestros gobernantes fue durante muchos años una cuestión bastante velada por la reserva y la cautela. Ya no lo es: hoy la gente que se dedica a la política se pelea por salir en programas del corazón diciendo sandeces, por aparecer en Hormigueros y Resistencias, tratado como un folclórico de renombre, o por presentar a los suyos en fiestas y saraos diversos, con lo que antes se habría considerado absoluto impudor.

Las parejas presidenciales se van convirtiendo así en carne de titular: viajan de la crónica de moda, o las presentaciones couché de estilo Camelot, a las páginas de tribunales: le ocurre ya al novio de Isabel Díaz Ayuso, cuya imagen entre la de pixelados asistentes a un concierto se ha convertido en presencia reiterada una mañana sí y otra también y otra también y otra también, en el matinal informativo de la televisión pública española. Y le ha ocurrido –también– a la mujer de Pedro Sánchez, la rubia Begoña Gómez, que ha pasado de ser objetivo de las redes casposas a serlo de los medios serios. Su posible –aunque de momento poco probable– comparecencia en la comisión de investigación del caso Koldo podría representar el penúltimo peldaño de degradación y miseria de la actual política española.

Frente a la interesada exposición de los enemigos, está también la elección personal del lucimiento consorte, y a veces una cosa lleva a la otra, como razonable consecuencia de ser las cosas como son. Sin la glamourosa foto de Pedro y Begoña paseando su deslumbrante carisma parejil por las galerías del Museo Prado, probablemente no tendríamos noticias y rumores sobre las amistades peligrosas de la segunda cónyuge patria o su insospechada pasión por la aeronáutica.

Afortunadamente, aún sigue habiendo mucha gente que procura preservar la privacidad de deudos y familiares e incluso la protege sañudamente de la vista de terceros, como si fuera un tesoro. Fernando Clavijo es de estos últimos, y es por eso por lo que se sabe tan poca cosa de su familia: de su padre, activista del independentismo cubillista hasta que se cayó del guindo y se volvió un nacionalista pragmático. De su madre, una señora ejemplar que se dejó la piel –literalmente– para poder criar, dar educación y sacar adelante a sus hijos. De sus hermanos, alejados por completo del mundanal ruido. De su mujer, discreta, tranquila, sosegada, prudente, empeñada en vivir una vida normal y ajena a las luces y abalorios de esa parte del mundo que no comparten. De sus hijas adolescentes, dos crías felizmente anónimas, ajenas al trajín cotidiano de un político incansable, siempre en movimiento, controlado hasta el exceso, aparentemente instalado en la suavidad del trato, los buenos modales del modo canario de resolver y el buen rollito con todo el mundo, pero absolutamente feroz en su convicción y en sus lealtades.

Por eso digo que los tiene cuadrados: hay que tener mucho cuajo para reunirte por la mañana amablemente con los mismos que amenazan con plantarse frente a tu casa el jueves siguiente, a las cinco de la tarde, para exigirte que cumplas con tus responsabilidades. Hay que ser de una pasta inguisable para abandonar con una sonrisa en los labios el encuentro a cara de perro con quienes te van a poner a parir acto seguido y además decir a los periodistas que «la reunión ha sido muy cordial y productiva». Hay que llevar en las venas, circulando entre el corazón y la cabeza, algo de gélido cinismo –tipo caminante blanco de más allá del Muro– para hablar de la necesidad de hacer «un ejercicio de escucha y autocrítica» frente a esos tipos que se tuitean unos a otros que hay que «dejar lo pacífico a un lado» o proponen llenar la fachada de tu casa de mierda de vaca.

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